Despojados de sus ropas y de sus atributos divinos, Laborda presenta a los dioses como seres que padecen y a los que la dulzura de la ambrosía no les exime de sentir la amargura de la hiel de la vida, mostrando ante ella la misma vulnerabilidad que los mortales. Sirviéndose de la representación de los mitos, el pintor elabora un catálogo de sentimientos y situaciones con los que enfrenta al espectador al rostro menos amable del ser humano: la tristeza, la soledad, el sometimiento, la avaricia, la destrucción o la crueldad, en ocasiones entremezclada con un aire de erotismo que remite a la idea de la Eva Moderna.

La dureza del discurso se reitera en su representación, donde no encontramos concesión alguna a la idealización del desnudo; de hecho, en tiempos del retoque fotográfico, la pintura de Laborda presenta una imagen cruda, ausente de artificios, donde muestra la realidad del cuerpo vivido, con las huellas dejadas por el paso del tiempo y las experiencias de la vida, deleitándose en los detalles de la piel, en los rasgos menos amables y en las características que convierten a los protagonistas en seres más humanos y menos divinos.

Del mismo modo, la gestualidad también constituye un elemento esencial dentro de la configuración de estos retratos y así queda reflejado en la pose que las modelos adoptan en sus manos y pies o en el gesto de su rostro, todo lo cual, confiere al conjunto una retórica que entronca con la plástica de la pintura y la escultura barrocas.

Ante un escenario completamente vacío, tan solo acompañada por el mar que le vio nacer, aparece una Afrodita voluptuosa, diosa de la seducción, del erotismo y de la fecundidad; es la mujer portadora del deseo y el pecado: entre sus pechos, con los que evoca la sensualidad, el placer de la carne y la fertilidad, luce una cruz, mientras a sus pies yace el cadáver de una paloma. Su cabello largo y suelto y su mirada al cielo, con un gesto que se mueve entre la seducción y un aire de misticismo, evocan algunos de los rasgos empleados en la imaginería de la Inmaculada Concepción, modelo de virtud y pureza y, por tanto, antítesis de Afrodita. Con muy pocos elementos pero lo suficientemente significativos, Laborda crea esta imagen de provocadora ambigüedad que oscila entre la virtud y el pecado y que es, sin duda, una cruda metáfora de las contradicciones morales en las que siempre se ha visto sumida la sociedad.

Además de ofrecer un personal tratamiento del cuerpo femenino, esta etapa supone también un paso más en su pintura mitológica en la que, lejos de ser una incursión puntual y anecdótica, ha desarrollado un discurso constante y elaborado que ha ido evolucionando al mismo ritmo que lo hacían sus inquietudes. El conjunto de obras aquí expuesto presenta la magnitud alcanzada por la trayectoria de Laborda, erigiéndose como uno de los mejores autores aragoneses del desnudo femenino, pero también como un creador inagotable e incansable, con la capacidad de conservar sus señas de identidad pero sin dejar de evolucionar en su universo creativo, en busca de nuevos retos con los que seguir reflexionando sobre el oficio de pintor.

MARÍA LUISA GRAU TELLO